TÍTULO ORIGINAL: Un berenar a Ginebra
DIRECCIÓN: Ventura Pons GUIÓN: Ventura Pons (basado en un capítulo de Los escenarios de la memoria de Josep
Maria Castellet y en entrevistas y declaraciones de Mercè Rodoreda) MÚSICA:
Albert Guinovart FOTOGRAFÍA: Sergi Gallardo MONTAJE: Marc Matons REPARTO: Vicky
Peña, Joan Carreras, Cristina Plazas
Desde
su debut con ese soplo de aire fresco, ese documental revolucionario y
transgresor sobre todo en sus naturalidad y sencillez, ese impagable testimonio
que es Ocaña, retrato intermitente (1978),
Ventura Pons ha sido un cineasta difícil de clasificar, ecléctico, versátil,
sorprendente e innovador, precisamente porque ha huido de cualquier etiqueta y
ha puesto sus tentaciones autorales al servicio de la historia que estaba
contando en ese momento. Autor de algunas comedias disparatadas que no han
perdido gracia porque, nacidas como bromas particulares, acertaron plenamente
en el tono desenfadado, en reírse de sí mismas, en no buscar más que alguna
carcajada cómplice que otra -¿Qué te
juegas, Mari Pili? (1991), Rosita,
please! (1993)-, su cine se fue enriqueciendo, barroquizando, estilizando,
creando meandros con adaptaciones literarias –El porqué de las cosas (1994), Manjar
de amor (2002)- y teatrales –Actrices
(1997), Caricias (1998), Amigo/amado (1999), Barcelona (un mapa) (2007)-, al margen de ir salpicando su
trayectoria con títulos muy personales, a los que imprime su sello, a los que
otorga su pátina aunque partan de material ajeno –Amor idiota (2004), Forasteros
(2008)-, respondiendo a sus inquietudes de cada momento, alternando géneros
con tino, reinventándolos con honestidad –Anita
no pierde el tren (2001), El gran
Gato (2003), La vida abismal (2007),
Año de Gracia (2011)- y en gran parte de las ocasiones con indudable
acierto, conformando una obra reconocible precisamente en su capacidad
caleidoscópica, en el no poder intuir qué vendrá después.
Una merienda en Ginebra se rodó para
televisión pero, como en tantas ocasiones (y en los últimos tiempos con
demasiada frecuencia por mucho que a algunos les dé urticaria y otros se
empeñen en negar la mayor y reconocer los méritos), al tener detrás a un
verdadero narrador audiovisual, a un cineasta en plenitud de facultades, a un
creador que sólo atiende al producto, al resultado, que no minusvalora, que no
se descuida, que no se relaja, que no rebaja la calidad, que intenta dar
siempre lo mejor, la película resultante tiene cualidades cinematográficas, las
que siempre posee la buena televisión. Es una historia de escenario prácticamente
único (la casa de Mercé Rodoreda en Ginebra) y con sólo tres personajes que la
cámara de Ventura Pons (y el estupendo guión que le da aliento) convierte en
emocionante, apasionante, reveladora, interesante porque está pendiente de los
detalles en apariencia nimios e imperceptibles que imprimen humanidad,
sentimientos, que son guiños, confirmaciones, matizaciones, recordatorios para
los que conozcan la figura, la vida y la obra de la espléndida escritora
catalana, que constituyen revelaciones, descubrimientos, acicates, primeros
pasos para el que, sin duda, va a quedar fascinado con la que para muchos es
tan sólo la autora de La Plaza del
Diamante, popular gracias a la adaptación de Francesc Betriu emitida por
TVE a comienzos de los años 80 del pasado siglo (revitalizada en la actualidad por una de las propuestas más estimulantes de la cartelera en estos primeros compases de la temporada: llega a la sala pequeña del Teatro Español transformada en monólogo -lo que es en realidad la novela- para ser interpretado por Lolita, a la que tantos queríamos volver a ver sobre las tablas). Se nota el cariño, el respeto,
la admiración por Rodoreda que Pons siente y no oculta (antes bien, potencia,
resalta, comparte, deja muy patente, exhibe sin tapujos), sabiendo contar los
aspectos necesarios para que resulte imperioso arrojarse a cualquiera de sus
libros en cuanto termine el visionado, para recuperar los que anden por casa,
para buscar otros; al contrario que la plúmbea y pagada de sí misma Violette (2013) –características habituales
del intelectualoide y bendecido por una crítica similar Martin Provost-, que
aunque no puede apagar las atractivas personalidades de Violette Leduc y Simone
de Beauvoir les hace un flaco favor al hacerlas aparecer como escritoras inaccesibles,
herméticas, minoritarias por su complejidad, la película de Ventura Pons sabe
captar el tono distendido y aparentemente trivial, como casual y sin elaborar,
que Rodoreda utiliza a veces en su obra consiguiendo páginas de la máxima
altura literaria, sorprendentes en su sencillez, ricas y hondas en la verdad
que exudan, aplastantes en su cuidada elaboración, en la trastienda que no se
nota, que no se ve, que no tapa, pero que queda en el ánimo, en el placer, una
construcción invisible y muy bien cimentada que impide levantar la vista del
texto.
Y lo
mismo sucede con Una merienda en Ginebra,
película que se ve sin sentir, con agrado, con interés, seducidos por lo que se
cuenta y por cómo se cuenta, hechizados por el modo en que las palabras cobran
vida gracias a los tres actores casi únicos; no sería justo olvidar a Cristina
Plazas y Joan Carreras, precisos, certeros, ajustados a lo que se precisa de
ellos, sin vanidades ni estridencias, sustento necesario, espectadores
privilegiados de una interpretación, encarnación, asunción, recreación,
cualquier palabra se queda corta para glosar lo que, una vez más, consigue la
prodigiosa Vicky Peña, transmutándose en Mercè Rodoreda con maestría, con un
temple a prueba de bombas, dejando la caracterización en un segundo plano,
siendo la escritora, estallando en risas como ella, haciendo suyos los gestos
de aquella, los movimientos de ojos, la forma de hablar, resultando querible,
conmoviendo, preocupando, despertando inquietudes, haciendo más en hora y media
por la lectura, por la literatura, por una figura que no debería ser tan
desconocida o estar tan arrinconada, que cualquier programa que pueda venir de
un ministerio. Si les pilla a mano Una merienda
en Ginebra, sea en el formato que sea, en la ocasión más inesperada, no lo
duden ni un minuto y no se arrepentirán (y después tengan a mano su biblioteca o una librería porque las necesitarán -tal vez a las dos-).
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